viernes, 12 de marzo de 2010

Con el fierro en la mano VII


Miércoles 10 marzo de 2010.

Odio esta columna. La odio porque desearía nunca haberla escrito. La odio porque la inicié el día que murió un amigo por culpa del cataclismo justo cuando me reintegré al diario y en mi mente planeaba otro tema para desarrollar. La odio porque ese primer día lloré sobre el teclado, la pantalla estaba borrosa y una amiga me leyó desde Santiago y casi la mato de un susto. Quizás debí guardarme algunas cosas, pero no era la idea.
Mi jefe se comunicó conmigo, pero acabo de informarle que la odio tanto que decidí matarla. Seguramente debe pensar “este vago me la hizo de nuevo” y algo de razón tiene porque la columna nació del escaso tiempo que disponía para reportear. Para que usted se haga la idea, me levantaba para meterme en la fila del Bigger, después me apersonaba en el diario, iba a sacar agua y después me sentaba a escribir. A eso, a veces le sumaríamos el pique caminando desde Concepción a Candelaria.

Y no es que quiera quedar como un mártir porque sí hubo colegas que lo fueron y no pararon jamás de informarnos. Si trabajé prácticamente sin que me lo pidieran es porque dos días después del terremoto salí corriendo hacia el edificio donde trabajo y no para empezar a escribir lo más pronto posible. Sólo quería cerciorarme que mi pega estaba de pie porque muchos perdieron ese cubículo donde disfrutan o los explotan, pero en definitiva el que permite mirar a los ojos a tus hijos cuando los sientas a la mesa.

Ese es el sótano menos visitado del terremoto. De otras partes nos mandan comida, pero después no tendremos con qué producirla. Mi tío, por ejemplo, perdió su casa en Talcahuano, se le inundó la vidriería y encima lo saquearon. Un amigo llevaba casi dos años mandando currículum, lo aprobaron por fin y el inmueble de su empleador quedó dividido en miles de piedrecitas que costará muchísimo recomponer.

Hace dos días, gran parte de nuestros vecinos no habían visitado el nuevo Concepción y preguntaban si estaba parado el Hotel Araucano, el Virginio Gómez, Ripley y hasta los locales del Barrio Estación donde algunos amigos míos eran meseros. Llegó el momento de hacer el inventario más allá de cuantas copas se quebraron y si podemos pegar el mango de la juguera trizada.

Mientras estemos acá con un lápiz en la mano para sacar cuentas, hasta 3 menos 12 da positivo. Hubo un momento que al contestar el celular uno no preguntaba “¿estás bien?” porque el hecho de que “estén” hacía del “bien” una redundancia. Murieron personas cuyas cenizas serán rescoldo de nuestro corazón y por ellas me acordé de la película argentina “El secreto de sus ojos”. La que ganó el Oscar y es infinitamente superior a los bicharracos azules de Avatar y las bombas de Hurt Locker.

Se supone que es un thriller, pero en el fondo habla de amor y, sobre todo, de no perder el tiempo y que nunca es tarde para hacer lo que eludiste por vergüenza o cobardía. Aún puedes hacerlo, aunque desde ahora lo importante es que nunca más te arrepientas de omitir. Eso es lo que quiere transmitir Darín en cada ojo claro que arruga durante la película.
Y de eso se trata nuestra vida de ahora en adelante: tal vez el edificio o la persona que está al lado tuyo mañana no esté ahí. Quiéranse ahora y no esperen a ver los escombros para arrepentirse de lo que no hicieron o dijeron. La vida es para disfrutar y si el que ríe último ríe mejor, lo siento, pero yo no tengo tanta paciencia. Adiós columna. Te odio y ojalá no tenga que escribirte nunca más. El fierro acaba de caer de mi mano

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