viernes, 12 de marzo de 2010

Con el fierro en la mano I


Jueves 4 de marzo de 2010
Desde Santiago piensan que esto sucedió en Haití, pero los que hemos entrado en los supermercados con la tentación de convertirnos en ratas y hemos salido aún como hombres sabemos que esto no es una película, aunque en muchos casos nos hayan ayudado como si estuviéramos del otro lado de una pantalla.

No voy a pedir un llamado a la calma porque la calma no ha llegado ni se ve que esté por llegar. Porque muchos hemos pasado la noche con un fierro en la mano y un cuchillo en un velador cuidándonos de nosotros mismos. De las personas. Porque desde el 27 de febrero en la madrugada nunca más confiaremos en la naturaleza, pero peor que eso, porque desde que ese 27 salió la luz nunca más confiaremos en la naturaleza humana.

Tememos de nosotros mismos y si acabara la comida seríamos capaces de masticarnos unos a otros. La gente recorre la ciudad mirando hacia abajo y con vergüenza, pues desde ahora los penquistas se dividen en dos clases: los que ríen a carcajadas cuando sacan un LCD de un Bigger y los que pasan por el lado mirando con asco. A los primeros, les llegará antes la ración de alimento para que sigan llenando su casa. Se lo firmo.

Desde afuera creen que exageramos, pero ayer bastó un minuto de falsa alarma tsunami para que la quietud volviera a transformarse en tempestad. Otra ola desde Talcahuano no alcanzará las veredas de Concepción, pero la gente igual arranca. Otro remezón no moverá más de lo que movió, pero seguimos durmiendo en el antejardín. En la noche cambiamos las películas de acción por sonidos de balazos ciertos y Pelotón por nuestro propio reality de vecinos donde partimos presentándonos porque siempre nos habíamos ignorado.

Yo tardé dos días en saber que mi familia estaba viva y todavía guardo escalofriante incertidumbre por muchos que no he ubicado. Así estamos todos y cuando Schwartzmann leyó por la Bío Bío una lista confirmada de 16 muertos cuyos cadáveres faltaba reconocer escuché a toda una ciudad tragar saliva frente a la radio.

El enjuague de pelo con botellas de dos litros de agua medianamente limpia, las galletas del almuerzo, los ladrones robándoles a otros ladrones, los departamentos en el suelo, nuestra dignidad humana aún más derrumbada, la autoridad en acto jocoso anunciando clases para la próxima semana, los tiroteos entre la gente buena versus los que disfrutan cuando el caos les posibilita sobrepasar a otros y los cristales en el suelo que aún no limpiamos y ya no nos importan. Esa es la postal.
¿Puede haber algo peor? Hasta ahora y desde Concepción, tal vez era yo quien miraba Dichato como algo lejano aunque impactante porque la muerte no te levanta los pelos hasta que pone sus uñas heladas en tu cuello. Perdí a un amigo. A un hermano que la noche del terremoto habíamos planeado carrete juntos con todo el grupo y ahora pasaré mil noches pensando por qué no salimos y tuvo que quedarse en su añosa casa. Grabamos canciones muy alegres juntos y cuando vuelva la luz y las escuche me haré pedazos llorando.

Esto es para Rinaldo y más de 700 personas que hoy están allá arriba con él. También para esos miles de familiares y amigos que sienten una tristeza tan gigantesca como la mía y que esta noche llevarán un fierro en la mano y otro atravesado en el corazón. ¿Todavía creen en Santiago que estamos exagerando? Estamos amoratados de tanto golpe y las noches son cada vez más largas, así que si a alguien le interesa, cambio la poca comida que me queda por saber de quienes aún no sé.

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